09 julio 2007

Me gusta cómo huelen las cafeterías a las seis de la madrugada.Me recuerdan al sabor de invierno que tienen todos los amaneceres,cuando mi cabeza se llena de hormigas.Se va llenando el aire de chocolate y no puedo ver más que el remolino incesante de la leche hirviendo sobre una llama rosada,que parece llevar en la boca cemento y acero.Llevo en la mano cuarenta y tres pinceles,para venderlos a cambio de soles y de libros de psiquiatría.Llevaré cuarenta y tres soles en las pestañas y cuarenta tres libros entre mis pies.Las sillas desprenden un cierto acento ruso,parece que llevan sombreros en sus brazos metálicos,sombreros robados de las calles de San Petesburgo por algún fetichista romántico.Van entrando mujeres embarazadas y hombres manchados de pintalabios en el cuello que mantienen abiertos los ojos a cambio de un sorbo de café.La madrugada huele a sueño entre las ruedas de las tazas blanquecinas que se mantienen erguidas debajo de los labios blandos y llenos de cansancio de las cabezas tempraneras que llenan hoy las sillas robadas de Rusia.Huele a azúcar en cada esquina de la cafetería,a azúcar y a queso,a queso y a jamón,a jamón y a pasteles,a pasteles y a naranjas.Un hombre barbudo se inclina hacia mí,parece que lleva la noche aún cargada en sus hombros.La luna está apoyada en su espalda,pero disimula,está lleno de fingida energía y sonríe.

-¿Un café?
-Con leche,por favor.

Las cafeterías me dan vértigo.De madrugada,claro.