28 diciembre 2019

No es tristeza, es nostalgia y pavor. Una nostalgia sin tristeza, aunque lágrimas sin contenido visible discurren como volcanes. Tengo miedo de volverme loca. A veces pienso que no podré seguir, pero tengo miedo de detenerme. De vez en cuando siento una mano deslizándose por mi cuello y apretando. Pierdo la consciencia, los miembros se quedan rígidos y las manos aprietan algo para evitar que se escape, que creo que es el vacío. Las manos sangran, pero siguen asiendo con fuerza la hiriente flecha metálica. Pero todo es temporal, aunque los ciclos son cada vez más cortos. Mi estado anímico es una oscilación perpetua, la bipolaridad descarnada y cada vez más viciada, a la cual, como en una sopa insípida, se le añaden nuevos ingredientes para alimentar el cerebro como alimañas del infierno. Es entonces cuando me convierto en una sombra escuálida que vaga por un camino sin rumbo alguno. Sobre ese camino, hoy he notado hojas secas que han crujido bajo mis pies y a cada pisada, escuchaba un llanto desgarrador.
Esta vez ha venido sin prolegómenos, ha sido de manera brusca. Como una madeja tejida a escondidas y arrojada sobre el tejado de óxido y sangre de mi mente, donde animales amorfos se alimentan de ese hilo perpetuo del mal mental. Tengo miedo. También nostalgia. Una nostalgia sin identificación del objeto perdido, porque no hay objeto como tal, sino una forma que se ha deshecho entre mis manos y que constituía aquéllo que consideraba estabilidad. No sé qué era. Era algo más abstracto, era el tiempo, era el espacio. Ahora tengo miedo. Tengo miedo al hoy, tengo miedo al mañana. Quizás sea el cambio. Quizás sea el miedo al miedo, no lo sé. 
Tal vez a quien le pase puede entender. ¿Resulta realmente un alivio? Puede que no. No cierro los ojos porque el insomnio clava pinzas de hierro a mis párpados que quedan sujetas a la lengua perversa de la noche. Por la noche, la ansiedad aumenta. El miedo crece como un abdomen henchido de larvas que, a medida que pasan las horas, se van convirtiendo en moscas que crecen y ponen más y más larvas hasta que llega el día y eres una fruta podrida, infesta de larvas, al no ser que una pastilla se pose sobre tu lengua y de golpe, cierras los ojos y el dulce sueño te envuelve como un pétalo.
Otras veces, era la tristeza y la vista posada ante el abismo de lo que tenía dentro de mí: el vacío. Ahora no siento tristeza. Es extraño. Es como un vaciado que noto, que siento: hay una maquinaria activa cuyos engranajes no me dejan comer, respirar, dormir y que al moverse sacuden los cimientos de mi cordura.
A veces pienso que la depresión sin objeto, aquélla determinada únicamente por los mecanismos bioquímicos del cerebro, es peor porque no puede ser palpada: es una masa irregular, difusa, esparcida como gelatina por los poros de la mente.
Esta vez, siento miedo. Las depresiones son parte de mí, y siempre lo serán. Pero ay, el miedo. Siento que tengo dentro de mí un cisne malherido que vaga sin esperanza alguna por el río Estigia; a orillas hay alguien que lo quiere rescatar: pero él prefiere el vagar perpetuo. Tal vez (...).