07 abril 2012

Estoy en casa. Al final no fui a la playa por culpa de este inoportuno resfriado. Estoy oyendo a The Who, con la persiana medio bajada y un malestar general. Para una vez que tengo una cama de matrimonio entera para mí, mi gato me arrinconó acomodándose sobre el colchón; me sentía pegada a la pared y con nada de sitio, así que lo cogí, me abracé a él y hundí mi nariz en su pelaje, para despertarme de tarde y ver el cielo nublado, como era de esperar. Que llueva, joder, que llueva de una vez. Tras dos gintonics, dos cervezas y un cóctel de no sé qué, me siento hoy aún turbada por mi propio descontrol, los labios deshidratados y una sensación de luces moribundas, hielos que se caen sobre una pista de baile, una lengua enrollándose con la mía y una mano tocándome el pelo y al final la necesidad de estar sola, esa necesidad brusca de soledad, de sentir mis brazos alargados tocando la nada. De no culminar ese acto que empieza con un protocolo absurdo, plagado de clichés, besos y caricias, me gustan tus ojos, me gustas tú, follemos, esto no tiene nada de malo, el bla bla bla me zumba ya de manera repetitiva y cada cierto tiempo, una rompe el ciclo. Esta mañana he sentido que necesitaba ese volver a mi cama sola, tirar la ropa al suelo y dormirme pensando que mañana que es hoy, que hoy cambiará todo cuando quede con P. Que hoy sí tengo la necesidad, una botella de vino y luces apagadas, ruidos, sudor, el ciclo cambiará de rumbo y acabaremos culminando lo que es de esperar, y luego despertar, necesito mi espacio personal, lo sé, tú también, por eso esto funcionará para lo que tiene que funcionar.