05 diciembre 2010

Hoy me ahorqué con mi camisón mientras cantaba una canción fúnebre como premonición a lo que estaba a punto de pasar. Sucedió lo inesperado. Haciendo el nudo para colgarlo del techo, me clavé las uñas del dedo índice y del dedo corazón en la palma de la mano. Empecé a sangrar, y la sangre fue dibujando extraños senderos que se iban deslizando hacia abajo, y al llegar al codo, sentí un mareo, y me desplomé de rodillas. En ese momento miré por la ventana. Al otro lado del pasillo, se vislumbraba una tenue luz que provenía de debajo de la puerta número siete. Pensé en qué estaría haciendo él ahí. Después de cinco horas de desvarío, se había calmado ya, aunque tuve que lidiar mucho con él para que se quedara quieto. Me puse el camisón arrugado, el que iba a ser mi verdugo, y salí hacia fuera. Entré sin llamar a la puerta. Ahí estaba, con su traje de conejo gris, sentado en la silla, mirando al vacío. No quise interrumpirle. Me acerqué a él y le abracé por la espalda. Las orejas de algodón estaban duras, y las acaricié con la yema de los dedos. Él pareció no notarlo, y siguió inmóvil, como si yo no estuviera ahí. Pasaron cinco minutos. Me quedé con la mirada fija, en la pared, allá donde estaba la suya, y acabé totalmente hipnotizada por ese blanco manchado de tinta china. Giré mi cabeza y lo miré. Me estaba mirando fijamente, no sé hacía cuánto. Me arrodillé ante él, y él me acarició la cabeza lentamente. Empecé a temblar. Él me abrazó y se arrodilló también. Se pegó a mi cara y noté sus bigotes acariciando mis mejillas. No sé quién era, sólo sé que me dijo que le llame señor C, y que a partir de ese momento, no iba a volver a sentir nunca más temblar a alguien tal como lo había hecho él cinco horas antes junto a mi cuerpo desnudo.