02 noviembre 2010

Fin. No. Espera. Voy a despegar el reloj un rato. O sea, quitarlo. Pero tengo miedo. ¿Y si se me caerá el clavo? Entonces, desearía no haberlo quitado. Pero si no lo quito ahora, me quedaré toda mi vida con la duda de lo que podría haber pasado si hubiera quitado el reloj, si se me hubiese caído el clavo o no. Quizás podría detener el tiempo. ¿Y si lo modifico? No, es absurdo. No, no lo es. Podría hacerlo, y entonces, no necesitaría nada más. Y a lo mejor el clavo no sea cae. ¿Y si quito el clavo de la pared, con el reloj también? Así me aseguraría de que no se me va a caer nada. Y todo sería maravilloso. Pero a lo mejor así, en vez de detener el tiempo, lo acelero. Bueno, mejor aún. Me imagino que caeré en un proceso de descomposición explosivo, pero no tendré perdón. Habrá sido culpa mía, por no separar el clavo del reloj. Bueno, si me lo pienso mejor, tampoco tengo necesidad de nada. Ni de estancar el tiempo, ni de acelerarlo. A lo mejor lo único que necesito es tocar un rato la pianola. A lo mejor alguien me escucha y llame a mi puerta para decir que me calle. Y entonces, yo bailaré una danza exótica, y se unirá a mí el susodicho, y acabará tocando la pianola mientras yo esté dando palmadas y moviendo las caderas. A lo mejor no necesite nada de eso, pero acabe pasando. A lo mejor sí lo necesito, pero no pasa. Porque es así siempre, siempre, siempre. Pero todo acaba cayendo por su propio peso. Yo, por mi parte, estoy enterrada bajo kilómetros. Pero minimizaré el asunto. Siempre, siempre, siempre. Voy a quitar el reloj. Bueno, mejor no hago nada. Me voy a pasear al parque y a pisar hojas caídas, que suenan crujientes. A lo mejor hay cacas de perros debajo. Pero no importa. Nada, absolutamente importa ya. Nada, nada, nada.