20 julio 2009

He descifrado la lengua enmarañada de las noches del cielo, la lengua olvidada de la historia, he descifrado la lengua de los intrusos que había en mi cuerpo buscando aquéllas tumbas en las que encerré toda la ira, pero aún no he podido descifrar el código de mi propio lenguaje, aún no sé qué se esconde en mi mente, detrás de esa bandera abrasadora de la apariencia, qué se puede escuchar más allá de la fina cortina de la idea, qué hay en el interior de mis palabras que parecen manchas embebidas de viento. Imagino la imagen imposible, la fijo en la posibilidad, yo seré la imaginación del otro, y ese otro será mi imaginación, y yo seré una de las miles de sincronías extrañas del movimiento craneal ajeno. Entonces crecen unas ramas de este tronco que es mi cuerpo. Ramas que beben del jardín del desvarío. El insomnio me pide de mamar, me pide alguna substancia de mí para consumar su engranaje. Con estas trenzas que caen sobre mis hombros como serpientes de cascabel, al aire va urdiendo el autobús que con sus extremidades nos llevará hacia el vertiginoso desatino, allá un torbellino de sombras nos espera para guiarnos hacia los límites de los abismos: lo veo, lo estoy viendo, siempre lo vi venir. Pero la máquina que germina lo inacabable está mucho más abajo de todo lo visible, y la fragmentación comienza en ese punto. Podría lidiar con la muerte, saldría victoriosa en este momento: la fe en toda esta vida es demasiado grande para que la devore cualquier final. Mucho más abajo, también lo inimaginable. Aún no llueve, aún no puedo conocer ese lenguaje mío.