15 octubre 2008

quince de octubre

en la calle Gaztambide puedo pasear con toda la tranquilidad observando cómo los viandantes se entremezclan para alimentar con sus frágiles pasos el octubre fugaz y sutil, dejando en su camino una estela de vida que llena de alegría mi corazón. imposible escapar de esa trampa de no dejarme hechizar por los encantos de sus aceras castañas y sus olores que me hipnotizan, adhiriéndose como antenas a mi olfato, sus semáforos bronceados bajo trozos de cielo empapelados de aromas otoñales, sus esquinas que me acarician la vista al pasarlas, sus muros cromados con ventanas pardas de cristales que me devuelven la melancolía al reflejarme en ellos, el humo que sale de las cafeterías en busca de algún transeúnte para atraparlo y llevarlo a algún templo de sabores y fragancias nunca probados. andar y sentir correr mi pulso, la aceleración de mi respiración, ver cómo mi sombra se desprende de mí para llegar aún más lejos que yo, cerrar los ojos, sentir el aire en la cara y llenarme de felicidad. levantar la vista al cielo y ver un avión, a lo lejos, muy lejos, rodearlo con los dedos y darme cuenta de lo diminuto que se queda desde aquí, abajo, parece una uña de metal, un pequeño vientre plomizo, una mosca fundida sobre la lejanía del horizonte, un vapor de papel que va rumbo al este, oeste, norte o sur. y de repente darme cuenta de que Madrid me hace sentir tan, tan viva.