Hoy es lunes. Pensaría que un contagio inevitable, pero prudente, se cierne sobre esta ciudad tan hiriente, y poco a poco siento como mi corazón se va desmenuzando en cientos de átomos que perecen, sin más, para volverse nada. En esta vida de letargo, mis sentimientos fluyen con resignación entre mis venas, edificando sobre estos macilentos huesos un dolor perpetuo que alimenta mi paralítica existencia. Esta ciudad está llena de cadáveres vivientes, despojos de lo que nunca fueron, cenizas esparcidas sobre el suelo. Me estoy muriendo, te estás muriendo, nos estamos muriendo, estúpido, ahora mismo te estás muriendo poco a poco, ¿es que no lo piensas? Somos seres inevitables, efímeros, aherrojados por nuestras propias vidas, esclavizados, maldita sea, muriéndonos con una coreografía que no tiene fin, y mi libertad fluye entre los garrotes de una cárcel de indestructibles estructuras. Morimos mientras intentamos despertarnos a la vida. Ah, qué pálido pero desgarrador desdén el que alumbra esta soledad, qué funesta impresión de desfallacer lentamente sobre este desencajado cuerpo, qué irritante sentimiento de indiferencia este que rasga mi paladar. A veces necesito algo. Tengo terribles ganas de volar lejos, lejos, muy lejos. No sé, no sé, yo tampoco sé a qué me refiero, pero no quiero consumirme aquí, atada a esta odiosa monotonía . Me volví tan adusta, tan aprensiva, tan miserable, que no quiero sentir más. El tiempo va esculpiendo sobre mi columna vertebral una desagradable sensación de marchitarme, sin más. Si es que alguna vez fuimos algo, claro.