02 diciembre 2011

Todo va bien. Pero hoy hace frío. Sales de casa hacia el supermercado: el ansia te ha invadido. Tienes una necesidad imperiosa de ir a comprar aquéllo que sabes que te llenará por un momento, aunque luego saldrá expulsado, como siempre, en forma de una burbuja asfixiante. Te detienes en el cruce: el semáforo está en rojo. No, esta vez no lo harás. Un halo de sensatez te llena la mente; sientes las manos congeladas, la nariz fría y los te muerdes los labios, saboreando el chocolate que antes te comiste. Unos restos de almendras han quedado sobre la lengua. Tragas saliva, y un nudo en tu pecho crece: otra vez, un nuevo infierno acaba de deshacer sus telarañas sobre tu garganta. Pero todo va bien, lo recuerdas, y esta vez no piensas caer en el círculo vicioso. No hoy. Hoy, no. En la facultad estás bien. Sacas buenas notas, tus compañeros te adoran, te piden ayuda y te lo agradecen con una sonrisa: eso te hace sentir mejor contigo misma, saber que estás ahí y que haces algo bueno para los demás, no necesitas nada más. ¿Para qué? Todo fluye tal como lo esperabas. Te estás formando, estás madurando, estás creciendo, como si el período de latencia en el cual estuviste durante meses, se hubiese evaporado por completo. Ya no te estancas, trazas la línea de tu propio futuro. Tienes amigos, te dan aquéllo que necesitas, y sabes que es algo mutuo, que el mismo amor que sientes por ellos es el que ellos sienten por ti. Los demás te llenan: la amistad es un tesoro que agradeces siempre. Pero luego, al finalizar el día, llegas a casa, y te encuentras a tu enemigo en tu cama, usurpando tu colchón. Tu enemigo está dentro de ti, lo sabes, y en ciertos momentos sale de ti y enseña su apariencia monstruosa, para recordarte que aún está ahí, que hagas lo que hagas siempre lo estará, y que debes acostumbrarte a ello. Pero no lo aceptas, y acabas peleando, una y otra vez, aunque sales perdiendo, como siempre. Luego quieres llenarte de algo, sentir un alivio temporal. Devoras la nevera, dejas que la angustia se deslice por tus dedos y acabe ardiendo en tu estómago: ahí, las penas se bañan en una dulce levedad, aunque sientes que muy dentro de ti, se están llevando a cabo otras batallas, las mismas batallas que hace días creías haber vencido. Pero no: vuelta a lo mismo, los párpados se elevan escupiendo fluidos que recogen semillas del mal. Semillas que plantas sobre tus nudillos que hacen crecer demonios que estrangulan tu razón. Pero hoy vas a recordar que todo está bien. Te refugias en los libros. Últimamente, te encanta perderte en historias e imaginarte que tú eres un personaje más. A veces pierdes el contacto con la realidad, y vives realmente en ese mundo paralelo. Pero estás bien ahí, entre cortinas que marean tus sentidos y vapores embriagadores. Acabas la página, y otra. Ahora, vas a escribir algo. Te sientes mal: antes, volviste a rendirte a la tentación, el demonio de tu interior te ha aplastado entre sus costillas de plomo, y ahora la sangre se acumula en tus manos. Quieres estrangularte, rozas tu cuello con ardor y te alivias por un instante. El aire se convierte en tarántulas que envenenan tus fosas nasales, y crees que ya es el fin, que ese es el fin que llevabas esperando años, pero encuentras todo eso demasiado absurdo. Quieres que pase este día, sabes que mañana el sol brillará, saldrás con tus amigas, las que te quieren, a las que quieres, irás a bailar y querrás que tus caderas se ahoguen en el vértigo de la noche. Entonces, cierras los ojos. Dejas de existir. Los nervios comienzan a salir fuera de tu cuerpo, los músculos se relajan y notas tu piel como una suave alfombra de hojas secas, las mismas hojas que horas antes estabas pisando, riéndote como una niña, mirando de reojo las ventanas por si alguien te veía, mientras saltabas y sonreías al escuchar el crujido de esas amarillas hojas. Ahora, las hojas están sobre tu piel, te recubren como escamas, y escuchas el chasquido de una lengua que se va acercando paulatinamente. Una serpiente viene a anidar sobre ti, y te calma pensar que bajo su dura piel, traerá el jugo adormecedor del invierno. Ya no notas nada: todo está bien. Ya no piensas en nada...Los nudillos de los dedos vuelven a adquirir su color, el cuerpo se desinfla y te miras desde lejos en el espejo: te reconoces, estás ahí, ni te gustas, ni te disgustas. Simplemente, te reconoces. Y de repente, una luz pálida se posa sobre el cristal: una luciérnaga que al aletear, desprende sueños que se acercan a ti y se juntan sobre tus rodillas. Sientes algo: las venas tienen sangre, pero una sangre que notas en la boca, como si un conducto comunicara todas las partes de tu cuerpo. ¿Dónde está tu mente? No importa: tienes calor. No necesitas vomitar más rabia, la tempestad ha reventado, y ahora quedan unos sucios residuos que la serpiente va engullendo, con su bífida lengua. Cierras los ojos: el mundo sigue girando, pero tú ya no estás ahí para notarlo. Hace tiempo que estás a años luz de la realidad, pero eso es exactamente lo que querías. El enemigo, ha desaparecido, quizás esté durmiendo en alguna esquina de tu ser. No lo despiertes, puede que sueñe que en su sueño crecerá hasta dominarme, y se quede durmiendo eternamente. No abras los ojos: el mundo está fuera de ti.