05 febrero 2011

Ser lombriz, no es, precisamente, una tarea agradable. Estoy en una esquina húmeda esperando a que muera alguien, para poder meterme en sus fosas nasales, y ahí pudrirme junto a sus carnes. A veces me rodeo de humanidad, y siento ese calor que tanto me repugna. Prefiero la frialdad de los huesos roídos, el barro y la compañía del olor putrefacto que me persigue por doquier. Cuando quiero dejar de ser, me fragmento en varias partes, me crecen varias cabezas y sobrevivo independientemente de mi otro yo; quizá lo más triste de todo esto, sea tener que pelearme con mi antiguo abdomen, porque me quita mi alimento, y es entonces cuando tengo que competir con mi más arduo enemigo: otro pedazo de carne segmentada, envuelta en un sudario arrugado. No puedo quejarme, estoy en un estado de perfección, no añoro mi antigua presencia, era bastante más desagradable. Ahora dejo mi rastro viscoso sobre el alféizar de las ventanas, descargo mi rabia salivando la actitud de cualquier ser detestable, y para entretenerme, vomito sangre e invento escenario de terror. Ya sé que pronto también llegará mi día, pero mientras tanto, he de escarbar en esta asquerosa tierra y perseguir mis sueños. Mañana, a lo mejor, amanecerá más deprisa.