02 enero 2011

En estos días de frío pienso en el horror de la calle. A la luz de un árbol de plástico, vislumbro el otro mundo de fuera, el miedo titilando bajo las luces de las calles que decoran una falsa alegría. El hombre del metro que toca cada mañana su guitarra y que nunca falta, a pesar de todo, buscando que su música atraiga algo más que los veinte céntimos que luego le servirán para comprarse el pan. Pienso en aquél señor que es infravalorado por la sociedad, que es un ciudadano de terceras ante la vista de los demás, que es un ser que espera restañar sus lágrimas con el simple abrazo de un desconocido. Pienso en toda aquélla porquería humana que derrocha cada centavo en consumir sus días al amparo de la avaricia, prefiriendo esa manera de vivir antes que ayudar a otros.

Y yo estoy aquí, bajo un halo de hipocresía, mamando del mundo la leche infecta del conformismo, y siempre esperando algo más. Y mientras la gente no puede despegar sus ojos de la gran basura televisiva, y Belén Esteban infla los oídos ajenos con la bendita ignorancia, fuera se está fraguando una nueva muerte, y a nadie le importa. Por qué demonios habría que importarlos, si estamos en una sociedad putrefacta con unos valores repugnantes. La mamá naturaleza humana me tenía que haber abortado de su vientre, antes que arrojarme a este camino de espinas donde la mayoría vomita su egoísmo. Se puede reprimir la maldad en beneficio de uno mismo, pero no se puede negar. Soy consciente de participar en todo este circo que me rodea, no obstante, no puedo vivir fuera de él.

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En la ignorancia está la felicidad.