20 diciembre 2010

Estos días he estado muy mal. Me empieza a asustar mi propia inestabilidad, pero al final, lo acabo controlando. En ciertos momentos se me escapa de las manos, y es entonces cuando me asusto de mí misma. Un extraño espasmo me posee, y cada pensamiento brota de mi mente como un cuchillo que me hiere. Soy consciente de que en esos instantes la realidad se aleja vertiginosamente de mí, y sin embargo, no soy capaz de retenerla. Lo objetivo, lo terrenal, se me escurre entre los dedos como arena que marca cada paso que doy. Voy caminando lentamente sobre las lápidas en las que enterré mi razón, y todo atisbo de discernimiento, y me tropiezo con lagunas en mi memoria, espectros que pululan en mi interior, paisajes fantasmagóricos que me ciegan. Escucho el reloj como una bomba en mis tímpanos a punto de estallar, y de repente, todo se detiene. Una convulsión más, y se entumece el cuerpo entero, y a lo lejos, entre la niebla de la semiinconsciencia, vislumbro una luz tenue, que me llama a abrir las ventanas, saltar al vacío y esperar a que los gusanos me devoren. Pero de pronto, la función teatral acaba, los músculos se distienden, las pupilas se relajan, y mi mente nuevamente respira realidad.