06 abril 2009

esta vida tan fugaz.

en esta parvedad de tiempo, no logro distinguir pasado de presente, presente de futuro y futuro de pasado, y se me hace raro vivir cuando ya habré muerto, haberme muerto ya cuando aún estoy viva y vivir mañana cuando en el ayer ya terminé de vivir todo el supuesto. pero más allá de todo eso, hay un trozo de tiempo en el que no pasa el tiempo, una porción que dilata en sus senos el compendio de todas aquéllas cosas que no pueden llegar a ser del todo en mí y en las que yo no puedo llegar a ser del todo porque cuando menos me doy cuenta el mundo a mi alrededor ya ha mudado en otro mundo que está a años luz de mí por estar ya en otro momento distinto al mío. como por ejemplo esta mañana que al cruzar la calle me detuve en el bordillo, pero tuve la sensación de que no pude amalgamar del todo mi peso con ese bordillo, o sea que lo toqué con los pies, nos unía la gravedad, pero todo eso no era nada más que un fenómeno físico, una casualidad, nada más que un contacto entre la suela de goma de los zapatos y el cemento. si hubiese sido una eternidad, ahora no estaría diciendo eso, y todo aquéllo habría significado para mi otra cosa. o tal vez yo realmente sí fui una eternidad, pero no lo fue ése bordillo, porque las cosas de alrededor no son más que husos que se retuercen a miles de revoluciones por segundo hilando una brevedad estrepitosa. ¿y cómo explicarlo? ¿pero qué necesidad hay de explicarlo? ninguna, no hay necesidad alguna de explicar nada. estoy aquí en este rato malbaratado con un teclado bajo mis dedos, que es como un imán para estas yemas, y al golpear estas letras siento que se pulen las huellas dactilares de mi paladar, y me saben amargos los dedos, y todo huele a acordeón, y no veo nada por culpa de este ruido, y solo siento un tacto a calles mojadas, a ciudades granizadas. y estas ciudades, mis ciudades, son palabras envueltas en fiebre, telarañas cósmicas, bombas térmicas de la inutilidad aquí desenrrolladas. y todo esto lo digo cuando son las diez y cuarenta de la mañana y bajo el balcón empieza a germinar una capa de vida que se ensancha como un mar y luego se extiende hasta el final de la calle y de ahí sigue hasta encontrarse con otro mar que brota de otro balcón anexo al mío, y finalmente, el panadero de la esquina, el señor que va a comprarse el periódico a las diez en punto, el librero y la mujer del quiosquero y todos los demás bípedos, cuádrupes o seres inertes acaban como barcos flotando en ese mar tan grande, donde desembocamos todos, todos los días.