En ciertos momentos dejo que me invada la música, y sea ella quien dirija mi mente. Es entonces cuando conecto todas mis entrañas a esa maquinaria sónica que me lleva a mundos paralelos que ni la imaginación podría siquiera rozar. Todo dolor se intensifica, y se ramifica en otros pequeños dolores, que a su vez dejan crecer otros dolores, cada vez más pequeños. Y ahí, en la cúspide, el dolor madre, observando el proceso de degradación de todo sufrimiento, hasta convertirlo en una insignificante bola de vómito. A veces el proceso se invierte, y el dolor adquiere la forma de una parábola que va hacia el infinito. Y empiezo a trepar por sus ramas, pero siempre hay bajo mis pies algún demonio que me arrastra hacia abajo para retenerme ahí, donde el placer se mezcla con el sufrimiento físico y la necesidad de equilibrar ambos con un sufrimiento psíquico llevado al extremo. Y entonces la música se detiene, y empieza a sonar algo nuevo, pero siempre me lleva al mismo punto. Una y otra vez.
El ácido estomacal de estos pájaros me han devuelto la sensibilidad.