17 enero 2011

La tristeza cae por los ojos. Pero no en forma de lágrimas. Es algo, no sé qué, un aire turbio que se entremezcla con las pupilas, dándoles un aspecto desagradable, como de trapos empapados en lejía y polvo. Los labios están agrietados. Y un cansancio que me aprieta en las costillas, me asfixia lentamente. Sé que pronto me quedaré sin sentido, y entonces, comenzará de nuevo el circo. Es fantástico aplaudir la propia degradación. Uno no es consciente de ello hasta que la agonía reemplaza a la muerte en el final, y la comedia se divide en cinco actos asimétricos, escindiendo el yo en cinco, para cada una de las necesidades. El escenario es este grotesco mundo, partícipe de mi pérdida de individualidad. Y mientras cada uno de mis yo realiza su función, y el teatro se va evaporando, me voy dando cuenta de que hace mucho tiempo que he dejado de ser humana, que estoy sumergida en una fatalidad buscada y deseada, que ya me ha quitado la razón y mi integridad. Puede que haya querido tanto que ahora sea incapaz de sentir; que las personas de mi alrededor sean piezas de carne aplastadas entre la masa, con mucho que ofrecer, pero nada que darme. Viviendo con tal efervescencia mi nulidad emocional y mi apatía mental, me estoy quedando sin fuerzas para morir.