07 enero 2011

I.

El cérvix uterino se estuvo contrayendo un buen rato. Yo llevaba observándola desde hacía media hora, tirada en el sillón de cuero, fumando sin parar cigarros baratos de contrabando. Me era indiferente. No sentía ninguna lástima por ella, y sé que ella en ningún momento hubiera querido que sintiera por ella ni la más mínima compasión. No paraba de llorar y de decir que pronto amanecería, y que en unas horas estaría cogiendo el avión hacia Bombay, y que ahí todo cambiaría: ella sería la nueva estrella de Bollywood, y con el sueldo que ganaría, ahorraría para hacerse la operación de cambio de sexo que tanto deseaba. Yo pensé que estaba delirando, y no le dí ni la más mínima importancia. Todos queríamos que eso acabara cuanto antes. En especial él. Ese cabrón estaba salivando como un perro ante la inminencia de los actos. Se colocó los guantes de látex, rodeado de un halo de falso cirujano que se imponía a sí mismo, con el fin de hacer más llevadero el trabajo.

- Ábrete bien de piernas, puta.

A pesar de mi completa falta de empatía, en ese momento me sentí ofendida. Lo miré con un odio que sé que atravesó todo su cuerpo. Entonces murmuró algo cabizbajo.

- Empuja, pronto te librarás de lo que llevas dentro.

En ese momento, Ramona estalló en una carcajada, y empezó a decir que en realidad todo era una farsa, que ella guardaba en su vientre una gran calabaza que pronto se convertiría en una carroza dorada que nos llevaría a los tres al país de nunca jamás. Por alguna extraña razón, la creí en ese momento.

- Aparta, desgraciado, debemos cortar el cordón umbilical antes de las doce. Si no, romperemos el hechizo.

Pero en ese momento el reloj se detuvo.