26 septiembre 2010

Aún me duelen las anginas. Pero me gusta meter la luz de la linterna por la garganta para verlas más de cerca. Esos cúmulos de pus encima de esa carne hiriente me recuerdan a unas salinas, y me resulta muy placentero contemplarlas. A veces me quedo con la boca abierta durante minutos, observando las amígdalas como si fueran una forma de vida independiente, y las veo crecer lentamente, como montañas, apretujando cada vez más mi faringe. Pero me parecen bonitas. Esos trozos de carne enfermos pegados a la pared de la garganta parecen reírse de mí, porque saben que yo no los controlo, que son ellos los que me controlan a mí, que tienen vida propia, que viven bajo una autonomía totalmente sutil que sin embargo a mí me aprisiona. Queridos iceberg de piel purulenta, espero que os haya gustado la estancia en mi cuerpo. Ahora os pediría que me dejárais, que es por vuestro bien, que luego de tanta rutina os vais a morir. Que tanta fiebre que me dais me hace delirar, y yo, cuando deliro, veo siempre cuervos volando. Y esos cuervos volando me acarician a mí, y entonces empiezo a hacer movimientos incontrolables con las manos y las piernas, y en uno de esos movimientos bruscos soy capaz de dar un puñetazo al planeta y cambiar su magnetismo, y que entonces, esto derive en una hecatombe: que cambie todo el ciclo natural, que me crezcan tres cabezas como mecanismo adaptativo, que los volcanes empiecen a escupir y como consecuencia a eso Kim Jong-Il quiera lanzar un arma nuclear en contra de la naturaleza en sí, y, como podéis ver, queridos estreptococos de mis amígdalas, vuestra presencia aquí traerá el apocalipsis. Iros rápido, por favor. Largo de aquí. Os queda poco.